DE LA MELANCOLÍA a la nostalgia, pasando por el desencanto en la cultura occidental hasta alcanzar la gran epidemia del siglo XXI, la depresión. Tras la presentación de Radiografías de la melancolía y la nostalgia (ediciones El Transbordador) en el Museo Interactivo de la Música de Málaga el pasado otoño, José Manuel Bielsa-Gibaja prolonga para Literocio sus reflexiones sobre “el motor en la sombra de innumerables fenómenos sociales, culturales e incluso políticos en nuestro mundo, desde la moda vintage, hasta la estética hípster, pasando por el estallido multitudinario del selfi, las corrientes tecnopesimistas y escépticas ante el progreso o aspectos de la alimentación ecológica y lo ecosostenible, además de algunas singulares estrategias de marketing“.
FRANK G. RUBIO: ‘Radiografías de la melancolía y la nostalgia’ es un ensayo muy estimulante sobre los estados de ánimo, en concreto el presidido por Saturno: Cronos artero. ¿Lo ha escrito como poeta?
JOSÉ MANUEL BIELSA-GIBAJA: No sé si soy un poeta que escribe ensayos o un ensayista que escribe poemas, en cualquier caso eso no me parece importante. Ya me colocará cada uno donde le parezca. La poesía tiene una ventaja: te permite acertar, de una manera muy sintética, con claves que la realidad nos ofrece aquí y allá de una manera anárquica complicando nuestra interpretación de las cosas, muchas veces más sencillas que todo eso. No descarto haber caído en la tentación de escribir el ensayo como poeta, de hecho la melancolía y la nostalgia son motores de lo poético de primerísimo orden, razón por la que en algún momento he dejado que el ensayo se deslice en esa dirección, pero creo que más bien he buscado conscientemente servirme de las herramientas con las que lo poético facilita el desvelamiento. Por lo demás, creo que una buena metáfora no sólo puede ser tan descriptiva como un teorema a muchos niveles, sino que además propicia una cognición más inmediata. Lo hace todo más fácil y en ese sentido es más amable. Las ciencias formales siempre me han parecido un poco antipáticas y, ahora que el discurso científico parece ir adquiriendo cierto tono gerencial, todavía más.
F.G.R.: Melancolía, nostalgia y depresión… ¿para un mismo Hombre?
J.M.B.G.: Sí y no. La condición humana es la que es desde los tiempos de Altamira, por decir algo. Lo que cambia es todo lo que la reviste. Lo cultural, que es producto de un devenir histórico. Al vacío que el hombre sospecha al fondo de todas sus empresas, a sus anhelos de permanencia, a su temor a la muerte, a su vértigo ante la contemplación de la fugacidad del tiempo, se le han puesto muchos nombres que en cada época han hecho referencia a diferentes cosas. Si bien todas venían a gravitar en torno a lo mismo, lo hacían con diferentes intensidades y eran interpretadas de maneras distintas. En el caso de la melancolía, llama la atención que durante siglos fue un cajón de sastre en el que cabía prácticamente todo, incluido el monstruo, por lo que tiene de inaprehensible. Eso empieza a terminarse en el XVIII con el invento de la nostalgia, un modo de estar triste que tiene un tono gentil e instaura una especie de mística amable del perdedor que yo encuentro muy dieciochesca. La depresión, como fenómeno masivo, es un fantasma sintomático muy de las sociedades industriales y deshumanizadas que vinieron después. De las tres, es la que tiene peor cara.
F.G.R.: Entre “el desencanto” de la película sobre los Panero, con la que inflamos el bote de goma del imaginario de la Transición, y el del “sabio de los Sakias”, hay un abismo…
J.M.B.G.: Está claro. No todo desenmascaramiento conduce inmediatamente a la iluminación, primero hay que atravesar un valle de las sombras, que es lo que verdaderamente retrata esa película.
Respecto a la Transición, quienes la protagonizaron no tuvieron margen para ir más lejos e hicieron lo que buenamente pudieron, de lo que se deduce que, por más que el relato oficial se empeñe, no hay épica posible.
Hubo mucha transacción, mucho trabajo de oficina, lo cual está bien porque parece que a los españoles la épica nos confunde y acabamos como el Rosario de la Aurora, por eso es interesante que la democracia en España, todo lo mejorable que se quiera y más, sea siempre una cosa desapasionada y como funcionarial que mantenga dormidos a nuestros demonios.
Vista con la perspectiva que da pertenecer a una generación que vino después, da la sensación de que en la Transiciónhubo muchas renuncias y muchos miedos que parecen comprensibles. No hay necesidad de ser desagradable con las personas que hicieron aquel esfuerzo por entenderse sobre la base de unos mínimos. La verdad sobre la Transición es que la diseñaron y dirigieron los tecnócratas católicos del tardofranquismo y que su desarrollo estuvo controlado muy de cerca por el Ejército, que no estuvo por la labor, dio algún susto y la hizo siempre a regañadientes. Por lo que respecta al relato, muchas veces se hizo de la necesidad, virtud. Sobre todo por parte de las izquierdas que eran conscientes de que, o eso, o nada.
No obstante, hay episodios que no se han explicado debidamente: No creo que nadie con dos dedos de frente piense hoy que las Cortes franquistas se hicieron el harakiri gratis total. En fin, teniendo en cuenta la política que viene, la vamos a echar de menos, quién lo diría. Sospecho que pronto va a haber mucho nostálgico de la Transición.
F.G.R.: España es diferente, nuestro Siglo de Oro, ¿fue un siglo de plomo?
J.M.B.G.: En absoluto. Yo prefiero la España del Renacimiento, a la que le encuentro cierto encanto y que me parece más dinámica, más moderna y hasta más feliz, dicho con todas las salvedades, que la de la Contrarreforma que vino después, en ocasiones de un tono sombrío y regresivo, pero eso es una cuestión de gustos y el gigantismo del imperio tiene mucho tirón, ya se sabe: Mula grande, ande o no ande. Como verás, no somos tan diferentes de nuestros vecinos. Lo de la diferencia es otro tópico más de los muchos que sobre nosotros hemos asumido. Funciona porque nos produce la sensación de que explica cosas cuando en realidad no explica nada. Hoy, en política, está de moda hacer apelaciones al sentido común y pasa algo parecido: En un discurso sin mayores enunciaciones, virtualmente vacío, cabe todo y en consecuencia, es el recurso capaz de justificar cualquier cosa. ¿Quién va a ir en contra del sentido común? Hombre, por Dios.
F.G.R.: De Hipócrates a Avicena, pero no el eléboro, hasta las “neuronecias”; las consideraciones médicas o terapéuticas. Se percibe poco diván psicoanalítico…
J.M.B.G.: Eso es porque no he tenido la menor pretensión psicoanalítica. Me alegra que lo haya visto. Me he puesto en el lugar del lector y he huido del lenguaje psicoanalítico de un modo premeditado. Primero porque mi intención ha sido acercarme a la melancolía y la nostalgia sobre todo como fenómenos socio-históricos o culturales, y segundo porque mi ensayo pretende ser claro, sencillo y directo, donde la literatura del psicoanálisis, por más lucidez que contenga, no la negaré, es abstrusa muchas veces hasta límites inimaginables, dicho con toda la humildad. Quizá el problema soy yo, que como lector, tengo mis límites. Con todo, sospecho que el psicoanálisis, aunque bien pudiera no parecerlo, también los tiene. Por eso se enrisca en cosas incomprensibles a veces, para disimularlos.
“Durante siglos, la melancolía fue un cajón de sastre en el que cabía prácticamente todo, incluido el monstruo. Eso empieza a terminarse en el XVIII con el invento de la nostalgia, un modo de estar triste que tiene un tono gentil e instaura una mística amable del perdedor muy dieciochesca. La depresión, como fenómeno masivo, es un fantasma sintomático muy de las sociedades industriales y deshumanizadas que vinieron después. De las tres, es la que tiene peor cara”
F.G.R.: ¿En qué cree que difieren momentos históricos tan separados del tiempo, y, sin embargo, tan conectados? Como la crisis de civilización que dio origen a la llamada Era Axial, hace más de 2500 años, con el advenimiento de la crisis que experimentamos en las últimas décadas dependiente en gran medida de “la apercepción planetaria” y el acceso de las IA a la toma de decisiones…
J.M.B.G.: El software de la tribu es otro. Los 2.500 años de los que habla nos han dado tiempo para aprender a manejarnos con nuestras viejas aplicaciones en forma de herramientas para la supervivencia. A controlar sus alcances y a ser conscientes de ellos. El problema que tenemos con las nuevas es que, más bien, nos controlan ellas a nosotros y que producen unos efectos menos obvios, más sutiles, que no siempre son fáciles de percibir. Además, nuestros interlocutores adquieren un tono cada vez más difuso. No sabemos exactamente quienes son, donde están, ni qué lenguaje sirve con ellos. Pienso en el contestador automático que salta cuando llamas a tu proveedor de telefonía móvil para hacer una reclamación, o en el banco que gestiona la ridiculez de tu economía. La metáfora es que ni los dioses más esquivos de la antigüedad tuvieron jamás un corazón tan ultracongelado como el de un cajero automático. Sin enredarnos en la maraña de los resultados (que decía René Char) lo cierto es que antes, para conseguir que lloviera y salvar la cosecha se podía sacar a un santo en procesión. Eso no se puede hacer con una fórmula matemática. ¿Cómo se propicia el favor de los algoritmos? Algún sumo sacerdote de esas cosas habrá que lo sepa en el Valle del Silicio, pero a lo que voy es a que nuestras deidades del pasado eran más humanas. Eso no quiere decir que fueran menos crueles pero, desde luego, nos eran más próximas. Por lo pronto, hablaban el mismo idioma que nosotros. Cada vez hay más gente que parece rechazar los fenómenos de la religiosidad popular, y lo entiendo. Yo siento simpatía por los dioses antiguos. No puedo evitar acercarme a ellos con ternura. Me producen cierta melancolía, ya que estamos.
F.G.R.: Interesantes las ideas que destaca de Ficino, quien veía en la melancolía un componente positivo de matiz, podríamos decir, “heroico” mientras Teresa de Ávila la detestaba y trataba de disociarla del misticismo. Aquí hay un choque de imaginarios del que dio cuenta Culianu en su Eros y Renacimiento…
J.M.B.G.: El problema es que la visión que la Iglesia tuvo de la melancolía vino muy mediatizada por la doctrina. Hubo un choque, sí, pero fue relativo. Yo diría que incluso algo calculado y que terminó en tablas. De hecho, la iconografía de la divinidad acabó asumiendo ciertos rasgos melancólicos, y, si bien se ocupó de conjurar todos los riesgos que veía, una vez entendió que lo había hecho, no tuvo ningún rubor a la hora de producir cierta imaginería casi como una estrategia de comunicación acorde con los tiempos que corrían que fuera capaz de acercar el producto (la deidad) a sus clientes potenciales (los creyentes). El problema que tuvo la Iglesia con la melancolía tuvo que ver, sobre todo, con su carácter ambivalente. El melancólico tanto podía ser un brujo, como un santo. En esa tesitura la Iglesia obró con mucho recelo. No es extraño que melancólicos como San Juan de la Cruz o fray Luis de León pasaran largas temporadas encerrados, si bien para explicar plenamente sus encarcelamientos hay que pensar en ciertas inquinas personales más relacionadas con la construcción de la ortodoxia y los equilibrios de poder dentro de la propia Iglesia Católica española de la época, que con la experiencia religiosa rigurosamente hablando. Con todo, el estamento siempre fue muy refractario a formas de religiosidad tan estrictamente personales como las que se derivaban de la mística o de ciertos ascetismos, e hizo todo lo que pudo para mediatizar el culto, por decirlo de alguna manera. Para controlarlo. Por más que pueda parecer un lugar común, en la comunicación del hombre con el dios católico, apostólico y romano, la Iglesia tuvo el monopolio del cableado. No lo soltó jamás.
F.G.R.: La incorporación del “baño del demonio”, como la calificaba a Robert Burton, a la cultura moderna parece que sufre en la actualidad profundas modificaciones. ¿Hacia una medicalización generalizada de las pasiones y los sentimientos? ¿En qué quedarán las nostalgias, cuando los nanobots swingeen en nuestra sangre?
J.M.B.G.: Más que ir hacia una sociedad medicalizada, vamos hacia una sociedad medicamentosa: Hipermedicada. Ya estamos ahí. En esa medida, la melancolía adquirirá con el tiempo el tono del síndrome de abstinencia que tiene lugar una vez se retira el principio adictivo al paciente o al yonqui, que son cara y cruz del mismo individuo. Ese matiz, ese “mono”, no le es extraño a la melancolía y, de hecho, está presente en la fenomenología del desamor, a la que cada vez más se atribuye un origen relacionado con déficits bioquímicos de feromonas y glucocorticoides. Sospecho que cada vez habrá más miradas melancólicas contemplando eso que llamamos el progreso. Especialmente si sigue en la línea que se ha trazado, consistente en tirar cada vez a más gente a la basura. Podemos pensar en la aparición de una industria que se vertebrará en torno a las sensaciones de soledad y de fracaso. No sólo a base de pastillas (o de los nanobots de los que habla) sino también mediante la aparición de aplicaciones y dispositivos que las mitiguen. No sólo hablo de muñecas (o de muñecos) robóticos con los que podamos compartir una nueva variedad de intimidad sexual que, por otra parte, ya están en el mercado, sino de experiencias de vida virtual, del estilo de Second Life que, en la medida de lo posible, nos rediman de todas nuestras frustraciones. Un segmento de negocio que vaya en una línea similar a la de los videojuegosque, cada vez más violentos, explotan ya, y con no poca habilidad, nuestras necesidades de transgresión y de venganza. Por lo que respecta a la nostalgia, si es básicamente la añoranza de un marco de referencia extinto, cabe pensar que con los avances en materia de realidad virtual y computación afectiva, quizá en algún momento del futuro será posible reencontrarse con nuestros seres queridos (los que se fueron), o al menos charlar un rato con ellos en el río aquel en que íbamos a pasar los veranos de nuestra adolescencia, por poner un ejemplo de escenario entrañable de la memoria. En esa tesitura, se puede pensar que la muerte parecerá más relativa de lo que es hoy y que nuestras nostalgias adquirirán un tono…¿Cómo diría?… Solaris.
“Cada vez habrá más miradas melancólicas contemplando eso que llamamos el progreso. Especialmente si sigue en la línea que se ha trazado, consistente en tirar cada vez a más gente a la basura. Podemos pensar en la aparición de una industria que se vertebrará en torno a las sensaciones de soledad y de fracaso. No sólo a base de pastillas sino también mediante la aparición de aplicaciones y dispositivos que las mitiguen. No sólo hablo de muñecos robóticos con los que podamos compartir una nueva variedad de intimidad sexual que ya están en el mercado sino de experiencias de vida virtual, del estilo de Second Life, que nos rediman de todas nuestras frustraciones”
F.G.R.: La crisis de la conciencia europea no afecta a los chinos, que parecen haber recogido la antorcha faústica, que diría Spengler, de los occidentales… ¿Como se deprimirán los futuros selenitas de ojos oblicuos?
J.M.B.G.: No me lo imagino, pero sospecho que la luna vista desde su superficie pierde toda la magia que le concede la poesía. Es lo que nos pasa cuando nos aproximamos al objeto del deseo. Una vez cumplido, su encanto retrocede al mismo ritmo al que genera en su entorno un nuevo vacío con su aura de melancolía correspondiente. En cualquier caso, la luna, así a bote pronto, como lugar de residencia me parece un poco deprimente. No hay una triste taberna en que tomar contacto con el paisanaje.
F.G.R.: Habla de la influencia del fiasco de la Revolución Francesa, curiosamente precedida y en gran medida conformada por un Gran Miedo, como motor del hundimiento de una generación de europeos en la melancolía. Sin embargo no menciona el fiasco del socialismo real que en Rusia se vivió en sus inicios como reedición de la Revolución.
J.M.B.G.: La izquierda europea es más o menos consciente de la brutalidad y los atropellos que encubrió el socialismo real, otra cosa es que lo diga en público. La cuestión, más allá, es que su desaparición desactivó la amenaza que pendía sobre el capitalismo, que ahora no tiene rival y hace y deshace totalmente fuera de control sin oposición real y casi ni aparente. Quizá la izquierda eche algo de menos el carácter disuasorio que la Unión Soviética tuvo sobre el imaginario capitalista y sienta nostalgia secretamente de esa polaridad que se ha roto, más que del régimen en sí, aunque de todo hay. En cualquier caso, eso sería paradójico ya que las izquierdas clásicas siempre son nostálgicas de una revolución, eternamente pendiente, mientras que las derechas, lo son de un régimen, entendido como un estado de cosas, de un statu quo anterior que merece la pena recuperarse. Esa es otra de las razones por las que me cuesta mucho creerme lo del “nacionalismo de izquierda”, que me parece un oxímoron, un rollo infumable de obrero acomodado del primer mundo, que no resiste un análisis de fondo.
Por lo que respecta al caso ruso, no deja de ser muy singular porque el régimen de Putin, a pesar de haber crecido sobre las cenizas del mundo soviético y de negarlo sobre la base de los hechos cada dos por tres, explota la nostalgia de lo soviético a través de sus escenificaciones y mucha de su parafernalia en su propio beneficio. Sobre todo en términos de discurso patriotero y en materia de política exterior, reeditando modos de hacer propios de la Guerra Fría. Por lo demás, los ciudadanos postsoviéticos que conozco no parecen sentir nostalgia del régimen salvo en lo que respecta sobre todo a seguridad y servicios públicos, porque creen que funcionaban bastante mejor entonces. Con todo, siempre que hablamos del tema acabo con la sensación de que ni al ciudadano que de repente amaneció soviético una mañana de noviembre del 1917, ni al que vino después del derrumbamiento del régimen setenta y tantos años después, se le dio la oportunidad ni el tiempo para ser melancólico. Tenía que ocuparse de cosas más importantes, como sobrevivir, por ejemplo.
“Por lo que respecta a la nostalgia, si es básicamente la añoranza de un marco de referencia extinto, cabe pensar que con los avances en materia de realidad virtual y computación afectiva, quizá en algún momento del futuro será posible reencontrarse con nuestros seres queridos (los que se fueron), o al menos charlar un rato con ellos en el río aquel en que íbamos a pasar los veranos de nuestra adolescencia, por poner un ejemplo de escenario entrañable de la memoria. Se puede pensar que la muerte parecerá más relativa de lo que es hoy y que nuestras nostalgias adquirirán un tono… ¿Cómo diría?… Solaris”
F.G.R.: Hombres lobos, “hombres huecos” y Nueva Mujer… El sueño de la Razón produce selfis.
J.M.B.G.: Entre otras cosas. El selfi, desde luego, es la creación hiperreal más acabada, su enésima consagración y, a la espera de lo próximo, constituye su más notable ascenso a los cielos. Sin embargo, es un monstruo. Básicamente, porque acaba devorando a su protagonista por la vía de la sobreexposición. Porque el individuo que aparece en la foto acaba por ser más importante que él mismo que, paradójicamente desaparece transformado en su reflejo, objeto de una campaña de imagen que gira en torno a él. El yo real queda eclipsado por el yo virtual. Esta y otras tonterías de la transmodernidad que hasta ahora tenían el simpático encanto de lo novedoso han empezado a mostrarnos que pueden ser una cosa muy seria. Hay gente que se suicida si fracasa en las redes sociales y se autoelimina, como si fuera un producto defectuoso que no se vende. Parafraseando a Ortega y Gasset, si el hombre de principios del siglo XX era él y sus circunstancias, el de principios del XXI, a bordo del selfie, es él y sus simulacros.
El selfi proyecta una imagen paradójica de cada cual que viene condicionada por la influencia que sobre nuestros registros comunicativos tiene el lenguaje de los mass media. Igual que ellos, más que comunicarnos, hacemos comunicación, que es una cosa muy diferente. Nos hacemos propaganda, aunque paradójicamente, el auditorio es lo de menos, ya que a lo que realmente aspiramos es a acreditar una narrativa determinada acerca de nosotros mismos. Resumiendo, es el autohechizo, lo que se busca. El problema, alguno tenía que tener, es que ahora que todos nos dedicamos al marketing en comunicación, no ignoramos que nuestro prestigio ya sólo se mide por el grado de atención, por el número de adhesiones que somos capaces de suscitar, por nuestra capacidad de seducir a otros con nuestras pócimas cognitivas en las redes a base de likes. En el terreno de la publicidad del “yo”, por extensión, del “nosotros”, como si fuera un concurso de lanzamiento de huesos de aceituna, el que gana es el que escupe más lejos. El individuo que aparece retratado en el selfi, como tal, no sólo es secundario, sino que también es, virtualmente, un recurso, un consumible y, en consecuencia, puede ser modificado y, como se ha dicho, hasta eliminado si no da el resultado que se esperaba. Quizá melancólicamente esté en otra parte. En lo que no se cuenta. En lo que no aparece. En la frustración de sus tentativas y en la melancolía que las seguirá. Alguien dijo que necesitamos la ficción para poder explicar la realidad y quizá sea bien cierto. El problema en el mundo de la posverdad en que vivimos es que hemos acabado por confundir una con otra, al fenómeno, con la teoría que lo explica. A la encuesta poblacional, con los habitantes, al mapa con el territorio. La representación ha devenido más importante que lo representado. En esas circunstancias, nuestros presentes se convierten en rehenes y en víctimas de esa construcción tanto individual como colectiva. El reino de la posverdad no está edificado únicamente a base de noticias falsas puras y duras. Es mucho más diverso y poliédrico. Un auténtico Freak Show. Ando escribiendo sobre ello.
“El individuo que aparece retratado en el selfi es un recurso, un consumible y, en consecuencia, puede ser modificado y asta eliminado si no da el resultado que se esperaba. Quizá melancólicamente esté en otra parte. En lo que no se cuenta. En lo que no aparece. En la frustración de sus tentativas y en la melancolía que las seguirá. Alguien dijo que necesitamos la ficción para poder explicar la realidad y quizá sea bien cierto. El problema en el mundo de la posverdad en que vivimos es que hemos acabado por confundir una con otra, al fenómeno, con la teoría que lo explica”
F.G.R.: La tecnología y la percepción del tiempo. De la torre y sus relojes a la “academia del espanto: la ubicuidad en red”…
J.M.B.G.: El tiempo es una cosa tan subjetiva que si no hubiera relojes, su transcurrir sería distinto para cada uno de nosotros y quedar con un amigo dentro de media hora se convertiría poco menos que en un imposible metafísico. Personalmente, me llama mucho la atención que gente tan inteligente como los físicos cuánticos se plantee (al menos a nivel teórico) si transcurría el tiempo antes de que se inventaran los relojes y cómo lo hacía exactamente. Si era lineal o fluctuante. Si una hora duraba lo mismo en el Precámbrico que en el Cretáceo. No tengo la menor idea. Lo que sí creo es que el estallido global de la nostalgia sería impensable sin la revolución de las dimensiones que tuvo lugar al principio de la Modernidad y tiene mucho que ver con el ensanchamiento del mundo, por un lado, y por otro con una especie de objetivación de la experiencia temporal, que pasó a tener un valor determinado, público, a pesar de que hasta entonces había sido una cosa más o menos íntima, privada. La aparición de lo virtual ha hecho que vivamos un momento en cierto modo parecido a aquel. Nuestra relación con las nuevas tecnologías (desde ese punto de vista neomoderno) probablemente ya ha tenido consecuencias sobre nuestra noción de espacio-tiempo, distorsionando el conjunto, comprimiendo la primera parte del binomio y acelerando la segunda.
“El estallido global de la nostalgia sería impensable sin la revolución de las dimensiones que tuvo lugar al principio de la Modernidad y tiene mucho que ver con el ensanchamiento del mundo y con una especie de objetivación de la experiencia temporal, que pasó a tener un valor determinado, público, a pesar de que hasta entonces había sido una cosa más o menos íntima. La aparición de lo virtual ha hecho que vivamos un momento en cierto modo parecido a aquel”
El ciberespacio ha supuesto una nueva revolución de las dimensiones y ha permitido que nuestro yo sea capaz de cierta ubicuidad, como bien dice, para superarlos y colocarse al margen de esas coordenadas, de esos marcadores de la existencia, a través de nuestro yo virtual, que opera en nuevos planos experienciales, de nuevos modos. Es evidente que esto ha roto con nuestra idea tradicional de identidad, que ahora se proyecta en muchas otras direcciones, a nuevos niveles y genera luces y zonas de sombra para las que no estamos todavía preparados. Tendremos que estar atentos, apenas estamos empezando a conocer las primeras consecuencias que eso tiene y que vamos a ver pronto un incidente crítico que va a cambiar ya del todo, de manera quizá irreversible, nuestra forma de ver el mundo, de narrarlo y, sobre todo, de estar en él. Con todo, tiene gracia tanto debate acerca de la identidad, especialmente teniendo en cuenta que la gente va abandonando trazas de ella en Internet todos los días, en forma de metadatos, como si tal cosa.
Frank G. Rubio @FranKGRubio
Foto: @maica_rivera